Personajes, trama, escenas, pasajes narrativos, descripciones, entre otros, son algunos de los elementos indispensables que consideramos al momento de asumir el reto de enseñar cómo se construye una obra de narrativa de ficción, convencidos que, de prestar el debido cuidado a todos ellos y al equilibrio del conjunto, el resultado debería ser, más allá del texto correcto, una pieza de significación intelectual y emocional.
La relevancia parece que la hemos dejado pasar. La relevancia, la pertinencia, la utilidad que tiene para nosotros una obra como habitantes no de un vacío en el tiempo sino de unas coordenadas espacio-temporales y, especialmente, culturales, que nos propone un marco específico desde el cual debemos decodificar las informaciones y situaciones que van apareciendo en nuestro campo de conciencia.
Se piensa en relevancia, se piensa en pertinencia y parece que nos acercamos mucho, tal vez demasiado, al periodismo. Más allá de las particularidades de las líneas editoriales de los medios de comunicación, los periodistas parece gente destinada a tener la capacidad de distinguir aquello que es relevante -noticia- de lo que no lo es -caliche-. Se trata de un aprendizaje que, a la larga, parece volverse automatismo, instinto y que al final nos favorece como lectores ya que nos presenta sólo aquello que realmente requerimos informativamente, dando un segundo plano a las curiosidades y rellenos a los cuales podemos acercarnos por voluntad personal.
El escritor hace bastante poco con este tipo de relevancia y trata de abordarla en sus propios términos para ambicionar aquello que es desmesurado y, al mismo tiempo, el combustible que nos lleva página a página, libro a libro: el impacto en el lector.
La relevancia con base en lo actualLo que sí nos permite la visión periodística es una posibilidad de acercarnos a la relevancia: por la actualidad, la importancia que nuestro tiempo da a determinados sucesos. Sería cuestión de mirar las palabras más buscadas en google, leer varios estudios de mercados y empaparnos hasta la inmersión en estos datos. Con las situaciones y temas provistos por nuestra investigación tendríamos suficiente para saber hacia dónde deberíamos llevar nuestros textos.
Sin embargo, esta actualidad, es una actualidad efímera y, sobre todo, depende demasiado de claves muy bien determinadas de un contexto. Desde esta perspectiva nos acercamos a un componente fundamental de esa joya sencilla y desnuda que es la película
Little Miss Sunshine.
Pese a que no es uno de los temas dominantes de la película, observamos una curiosidad que no puede tomarse como simple azar. Un televisor aparece con un papel importante en un par de ocasiones: en la primera, en la habitación de Dwayne (
Paul Dano) y Frank (
Steve Carel) antes de irse a dormir. En la habitación de al lado los padres de Dwayne discuten. Frank, su tío, en un esfuerzo por alejarlo de esta pelea entre adultos prende el televisor. En una rueda de prensa se dará derecho de palabra al ex-Secretario de Defensa Donald Rumsfeld.
Justo a la mañana siguiente, mientras en la sala de espera de un hospital la familia entera espera para conocer la vida o muerte del abuelo, hay otro televisor encendido. En este caso hay un infomercial el cual -fantasea uno- sin compadecerse del drama de la familia, se limita a vender un artefacto para cocinar, a enumerar funciones, a ensalzar el gozo de comer.
Políticos y comerciantes, dos fuerzas dominantes de la cultura norteamericana. Y, sobre todo, dos grupos que promocionan productos, ideologías, guerras y visiones del mundo de manera agresiva, con un proselitismo persistente. Después del 11 de septiembre de 2001, después de la invasión a Irak, después de tanta recesión económica, los Estados Unidos han sido conducidos por comerciantes y políticos con apenas mínimas interrupciones de voces alternativas.
Para nosotros, Little Miss Sunshine, entre otras virtudes, tiene la de presentarse como una mirada introspectiva a la norteamérica perdida y lejana. Perdida en la geografía -¿qué tanto de habla de Albuquerque o Scottsdale, en comparación con Los Angeles, Boston, Washington o Nueva York en la literatura o la cinematografía?-; lejana de los grandes dramas -¿qué tanto pueden aportar al debate de la guerra contra el terrorismo o la última decisión de la Rserva Federal un experto en Proust, un aprendiz de gurú de autoayuda, un abuelo narcodependiente y una niña cuyo sueño es ganar la corona de un pequeño concurso de belleza?
Ese panorama parece decirnos: tenemos nuestros problemas, nuestros conflictos, que no por pequeños y privados son menos importantes. Busquemos nuestros problemas, frustrémonos con ellos, observémoslos, enfrentémoslos, fracasemos, pero vivamos. No nos entreguemos a una decisión de una cúpula de Washington o la próxima máquina que hará nuestra cocina, nuestro auto o nuestras reparaciones domésticas más sencillas y rápidas. Reivindiquemos nuestro espacio.
Escuchemos, analicemos, agreguemos una herramienta a nuestro equipo para comprender nuestra vida y, deseablemente, actuemos en consonancia. He aquí la relevancia de lo actual.
La relevancia con base en lo intemporalEn la antigüedad, los filósofos apuntaban a las "cuestiones últimas". Esos temas, esos rasgos de nuestra humanidad y de nuestra relación con nuestro entorno que no se solucionan al viajar por el aire, al comer saludable o al generar más movimientos, productos o ideas por cada segundo de existencia. La muerte, el amor, la soledad, los celos, el odio son nuestros tesoros y castigos eternos.
La mejor ficción, por su parte, también toca estas cuestiones últimas, por eso es longeva, por eso la releemos y nos parece que en la solidaridad de Sancho y el Quijote o en la incapacidad de Emma Bovary para comprender su situación y evitar la tragedia, se encuentran lecciones capaces de hacernos replantearnos la vida o parte de ella.
Pero, ¿cómo se llega a esta relevancia? ¿Dónde está el secreto, cuál es el password? Lamentablemente no tenemos respuestas, sin embargo, tenemos ejemplos, una vez más, contemporáneos y directos; una vez más, de la cinematografía.
Recientemente vimos
El laberinto del fauno, la película de
Guillermo del Toro. Entretenida, encantadora, conmovedora, asombrosa, fascinante; fascinante con esa extrañeza que
Henry James consideraba una de las principales características de la mejor ficción.
Pero, ¿dónde está lo actual en esta fábula ambientada en el franquismo?
Frances Stonor en su libro La CIA y la Guerra Fría cultural dice que cualquier capacidad de ver el mundo en blancos y negros se perdió cuando, una vez terminada la II Guerra Mundial, inmediatamente se rompió la alianza de Estados Unidos y la U.R.S.S. y comenzó la Guerra Fría. Un proceso irreversible donde los malos y buenos quedaron encerrados en las líneas de los hermanos Grimm o de Charles Perrault. Un mundo enteramente gris.
Parece, entonces, que en estas circunstancias nos desenvolvemos. Los ecologistas pueden considerar atentados de cierta magnitud para defender el ambiente. Los políticos pueden llegar a adoptar aquella máxima que se pregunta cuánto puede valer una vida ante la posibilidad de un bienestar colectivo, y permitirse todo tipo de violencias. Entre imágenes y confesionarios podría uno toparse con un pederasta como representante de Dios. El camino a un cuerpo de apariencia atlética y saludable podría estar empedrado de potentes agentes químicos como apoyo.
La lucha del bien y el mal parece imposible, inconcebible hasta que nos debatimos entre transgredir o no una dieta, norma o vínculo, cada vez que nos dan un vuelto mayor al correspondiente y pensamos si lo devolvemos o lo conservamos, cuando nos remuerde la conciencia porque mentimos a un amigo para no reunirnos con él.
En cada uno de estos enfrentamientos, más allá del vencedor, hay una diferencia cualitativa en las razones del desenlace. A veces el miedo nos lleva a una victoria del bien o del mal. A veces el deseo de aparentar. El conocimiento. Los registros de comportamientos pasados. Los ideales. Las convicciones.
Y, en El laberinto del fauno, es la imaginación, son los sueños, los que triunfan. El franquismo es una fuerza tangible, el capitán Vidal (
Sergi López) reniega de sus sentidos, de sus afectos, su único deseo es asegurar la perpetuación de su estirpe y servir dócilmente al sistema dominante. Para lograrlo abusa, humilla, mata. Es el mal condensado en una sola persona. Lo que se puede esperar de esto es ceguera, es la imposibilidad de echar la mirada más allá del obligo propio y del ombligo de quien ordena. Para Vidal no hay compasión, solidaridad ni cariño.
Tampoco hay la posibilidad de que pre-exista un mundo que nada tiene que ver con la "una, grande y libre", ni con caudillos por la gracia de un dios de circunstancias. Un mundo donde los reyes viven por siglos, donde lo que se pierde no se olvida sino que se busca en ese mundo o en cualquier otro que coexista.
Donde Ofelia (
Ivana Baquero), una niña que parece ser víctima indefensa de sus abusos es una princesa. Donde hay pruebas de carácter fantástico que deben superarse para poder acceder hasta el palacio lleno de colores y lujos que alimentan los sentidos, hasta la reunión familiar que permite que ese mundo sea feliz por siempre.
Es un mundo al cual se llega hurgando en los libros, leyendo con fervor infantil sus páginas, exponiéndonos a la exuberancia de la naturaleza y abriéndonos no a lo evidente que nos ofrece el entorno sino al conjunto de posibilidades que pueden sostener la solidez de las formas, al correlato oscuro y casi imperceptible del cual nos separan hadas madrinas, laberintos y faunos.
Por eso decimos que, en un mundo donde parecen gobernar los grises, y donde muchas de los campos donde la confrontación bien-versus-mal puede resultar posible las victorias se obtienen de forma decadente, una obra que nos presente la posibilidad de utilizar como armas los sueños y la imaginación nos hace reflexionar, nos inspira, nos enaltece.
Después de todo puede que se trate de la única garantía, de la única certeza que desde las noches frías e inciertas de los primitivos contando relatos de caza alrededor del fuego, hasta el ejecutivo que se pregunta cómo hará para lograr su cuota, sus objetivos y superar a sus pares para asegurar su sustento y sus símbolos de status, nos acompaña en el centro de nuestra humanidad y nos hace pensar que el mal puede ser sutil, hermosa pero, sobre todo, contundentemente derrotado.
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