Un comentario de Álvaro Vargas Llosa sobre Del buen salvaje al buen revolucionario de Carlos Rangel
"S i me apuntaran con un fusil y medijeran: escoge en este mismo instante y sin titubear el ensayo más importante que se ha escrito sobre América Latina en los últimos 35 años, yo respondería: lo escogí hace mucho tiempo y un pelotón entero no sería capaz de hacerme cambiar de opinión. Ese libro es Del buen sal vaje al buen revolucionario, la obra maestra de Carlos Rangel. Aunque se publicó en 1975, su vigencia está más fresca que la del periódico de esta mañana. Los políticos e intelectuales que lo han leído han provocado muchos menos estropicios que quienes no lo han hecho. Ni una sola de nuestras constituciones --y vaya que son ambiciosas-vale lo que valen las lecciones que nos imparte ese hermoso libro. Pocos textos de historia exploran con más acierto las raíces de nuestro fracaso institucional, pocos psicoanalistas han penetrado mejor los complejos que almacena la psiquis latinoamericana, tan experta en la transferencia freudiana de las propias culpas, y pocos filósofos han sabido distinguir mejor la paja del trigo a la hora de abordar las ideas que informan --que desinforman-nuestras repúblicas.
Nunca le perdonaron a Carlos Rangel haber matado la utopía que inventaron los europeos acerca de nuestras tierras y que luego nosotros mismos hicimos nuestra para cubrir con un manto de idealismo la perseverancia en la barbarie política y económica.
Desde fuera del continente, y muy especialmente desde Europa, a los latinoamericanos se les había visto, primero, como salvajes buenos que habitaban en un mundo idílico violentado por los colonizadores. Pero esa mirada condescendiente, basada en una interpretación idílica y falsa de las culturas precolombinas, había generado luego una interpretación colectivista según la cual un grupo de déspotas armados se arrogaban la representación popular para alcanzar el poder a sangre y fuego y para sofocar a la sociedad civil mediante la idolatría del Estado y la enemistad con el Occidente explotador. Esa era la forma en que las "víctimas" latinoamericanas vengarían las injusticias padecidas a manos de sus "victimarios" extranjeros.
Carlos Rangel demostró que el populismo, el proteccionismo, el caudillismo y el autoritarismo de nuestros buenos revolucionarios era una forma de perpetuar los males de nuestras sociedades precolombinas, de nuestra Colonia y de nuestras repúblicas decimonónicas. Por ese camino no se corregía sino que se agravaba la dolorosa herencia. Del buen salvaje al buen revolucionario no negaba que América Latina (un término, dicho sea de paso, que inventaron los franceses y que originalmente se refería a la Luisiana y a Quebec) hubiera padecido la explotación de forasteros codiciosos y de élites locales no menos brutales. Negaba, más bien, que la revolución, el populismo y la idolatría del Estado supusieran una ruptura con ese pasado y demostraba que sólo esos odiados valores occidentales a los que tontamente culpábamos de nuestros males --la soberanía individual, la propiedad privada, la libertad sin adjetivos-conducían a la prosperidad.
Lo otro --la transferencia de la culpa de nuestro atraso al mundo exterior-sólo conducía, por la vía del amurallamiento político y económico, a la descapitalización de las sociedades y la entronización de nuevas oligarquías disfrazadas de almas justicieras. La mejor demostración de que Rangel tenía razón fue el desastre al que condujo el estructuralismo, primero, y la teoría de la dependencia, después. Según esa absurda interpretación de las relaciones internacionales, América Latina estaba condenada al atraso por designio de los poderes imperiales dominantes, que asignaban el papel de abastecedores de materias primas a las naciones de la periferia, mientras el centro dominante aumentaba su prosperidad a costa de las naciones pobres. Ya sabemos a qué condujo esa distorsión intelectual que llevaba la lucha de clases al terreno de las relaciones internacionales: a que hoy la mitad de la población latinoamericana continúe siendo pobre, mientras que naciones menos dotadas por la naturaleza, del Asia a Europa central y de la península ibérica a la región báltica, galopan por delante.
En los últimos 20 años más de 400 millones de personas han abandonado la pobreza gracias a que sus países han hecho las cosas que Rangel recomendaba para América Latina y a que han dejado de hacer aquellas que él fustigó sin miedo.
Qué ironía que, años después de haber denunciado los "injustos términos de intercambio" y la "dependencia" de América Latina con respecto a las materias primas, la izquierda, que gobierna en casi todos nuestros países, esté gozando de un verdadero festín primario-exportador y no tenga reparos en "depender" del petróleo, los minerales y la soja para seguir engordando la caja fiscal y exhibir con orgullos las engañosas estadísticas macroeconómicas. Rangel miraría todo esto con una sonrisa superior.
Los países latinoamericanos viven hoy un renacimiento del populismo.
No sabemos aún qué alcance tendrá, si será un pasajero sarampión focalizado en ciertas zonas o una devastadora metástasis hemisférica, ni es seguro que la retórica de algunos de los nuevos populistas vaya a ser minuciosamente traducida al lenguaje de los hechos. Pero, desde la Argentina hasta Venezuela y quizás pronto en Nicaragua, son hoy claramente identificables, lo mismo en el discurso de las autoridades que en su conducta jurídica y en la administración fiscal, algunos de los viejos síntomas del populismo, la contribución política latinoamericana por excelencia al siglo XX. Eso da al homenaje que le rinde Cedice hoy a Carlos Rangel una doble validez. Mientras siga viva la raíz de nuestro subdesarrollo, Del buen salvaje al buen revolucionario seguirá siendo leído como un libro de actualidad. Y cuando deje de estarlo, habrá que agradecerle a Carlos Rangel haber sido su verdugo." (el nacional)
Nunca le perdonaron a Carlos Rangel haber matado la utopía que inventaron los europeos acerca de nuestras tierras y que luego nosotros mismos hicimos nuestra para cubrir con un manto de idealismo la perseverancia en la barbarie política y económica.
Desde fuera del continente, y muy especialmente desde Europa, a los latinoamericanos se les había visto, primero, como salvajes buenos que habitaban en un mundo idílico violentado por los colonizadores. Pero esa mirada condescendiente, basada en una interpretación idílica y falsa de las culturas precolombinas, había generado luego una interpretación colectivista según la cual un grupo de déspotas armados se arrogaban la representación popular para alcanzar el poder a sangre y fuego y para sofocar a la sociedad civil mediante la idolatría del Estado y la enemistad con el Occidente explotador. Esa era la forma en que las "víctimas" latinoamericanas vengarían las injusticias padecidas a manos de sus "victimarios" extranjeros.
Carlos Rangel demostró que el populismo, el proteccionismo, el caudillismo y el autoritarismo de nuestros buenos revolucionarios era una forma de perpetuar los males de nuestras sociedades precolombinas, de nuestra Colonia y de nuestras repúblicas decimonónicas. Por ese camino no se corregía sino que se agravaba la dolorosa herencia. Del buen salvaje al buen revolucionario no negaba que América Latina (un término, dicho sea de paso, que inventaron los franceses y que originalmente se refería a la Luisiana y a Quebec) hubiera padecido la explotación de forasteros codiciosos y de élites locales no menos brutales. Negaba, más bien, que la revolución, el populismo y la idolatría del Estado supusieran una ruptura con ese pasado y demostraba que sólo esos odiados valores occidentales a los que tontamente culpábamos de nuestros males --la soberanía individual, la propiedad privada, la libertad sin adjetivos-conducían a la prosperidad.
Lo otro --la transferencia de la culpa de nuestro atraso al mundo exterior-sólo conducía, por la vía del amurallamiento político y económico, a la descapitalización de las sociedades y la entronización de nuevas oligarquías disfrazadas de almas justicieras. La mejor demostración de que Rangel tenía razón fue el desastre al que condujo el estructuralismo, primero, y la teoría de la dependencia, después. Según esa absurda interpretación de las relaciones internacionales, América Latina estaba condenada al atraso por designio de los poderes imperiales dominantes, que asignaban el papel de abastecedores de materias primas a las naciones de la periferia, mientras el centro dominante aumentaba su prosperidad a costa de las naciones pobres. Ya sabemos a qué condujo esa distorsión intelectual que llevaba la lucha de clases al terreno de las relaciones internacionales: a que hoy la mitad de la población latinoamericana continúe siendo pobre, mientras que naciones menos dotadas por la naturaleza, del Asia a Europa central y de la península ibérica a la región báltica, galopan por delante.
En los últimos 20 años más de 400 millones de personas han abandonado la pobreza gracias a que sus países han hecho las cosas que Rangel recomendaba para América Latina y a que han dejado de hacer aquellas que él fustigó sin miedo.
Qué ironía que, años después de haber denunciado los "injustos términos de intercambio" y la "dependencia" de América Latina con respecto a las materias primas, la izquierda, que gobierna en casi todos nuestros países, esté gozando de un verdadero festín primario-exportador y no tenga reparos en "depender" del petróleo, los minerales y la soja para seguir engordando la caja fiscal y exhibir con orgullos las engañosas estadísticas macroeconómicas. Rangel miraría todo esto con una sonrisa superior.
Los países latinoamericanos viven hoy un renacimiento del populismo.
No sabemos aún qué alcance tendrá, si será un pasajero sarampión focalizado en ciertas zonas o una devastadora metástasis hemisférica, ni es seguro que la retórica de algunos de los nuevos populistas vaya a ser minuciosamente traducida al lenguaje de los hechos. Pero, desde la Argentina hasta Venezuela y quizás pronto en Nicaragua, son hoy claramente identificables, lo mismo en el discurso de las autoridades que en su conducta jurídica y en la administración fiscal, algunos de los viejos síntomas del populismo, la contribución política latinoamericana por excelencia al siglo XX. Eso da al homenaje que le rinde Cedice hoy a Carlos Rangel una doble validez. Mientras siga viva la raíz de nuestro subdesarrollo, Del buen salvaje al buen revolucionario seguirá siendo leído como un libro de actualidad. Y cuando deje de estarlo, habrá que agradecerle a Carlos Rangel haber sido su verdugo." (el nacional)
Etiquetas: Pensamiento y reflexión
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