Un artículo de Antonio Skármeta sobre la muerte de Pinochet
Me imagino que esto es lo que estará en boga en la prensa hoy día: el dictador Pinochet murió políticamente antes de su muerte física. Para usar una imagen muy folklórica en Chile, el choclo, que es una pieza de maíz, se le fue desgranando poco a poco. Al final le quedaron tan pocos aliados como dientes en la boca. Esa es su derrota.
En la medida que desde 1989 se restituyó la democracia en Chile los políticos que lo apoyaban, para hacerse compatibles con las nuevas reglas del juego se fueron distanciando sin remilgos del general.
Ya en el plebiscito que lo sacó del gobierno en 1988 el connotado empresario derechista Sebastián Piñera votó contra él. Pero la novedad de este año fue que el líder del sector más conservador de la derecha, Joaquín Lavín, que perdió con el 48% de los votos la presidencia contra el socialista Ricardo Lagos el 2000, también se desmarcó del general. Movimiento tardío, pero el hombre, que aún mantiene esperanzas de aglutinar fuerzas para ser algún día presidente, estimó oportuno aplicarse una dosis fuerte de despinochetización.
Con justa razón una compungida dama pinochetista que se acercó al hospital donde agonizaba su ídolo, desplegó un artesanal cartel acusando: "Derecha dormida, Pinochet te salvó la vida". Si con la excepción de esta dama que sostenía su cartelito sufriendo estoica los 32 grados primaverales, nadie más, aparte de su familia, llora por Pinochet, ¿se puede entonces dar por buena la frase de que Pinochet murió antes de morir?
Lo cierto es que ese cartelito no es lo único que queda de él en Chile. Pinochet fue determinante, con el estilo de su retirada, en el carácter prácticamente de "unidad nacional" que el gobierno chileno tiene hoy . Aparte de cuestiones, aquí llamadas valóricas, como el aborto, la eutanasia, la píldora anticonceptiva, acerca de todos los otros temas reina un consenso básico entre gobierno y oposición, sobre todo en torno a la economía que mueve a este país. Tanto los presidentes socialistas, como los anteriores democratacristianos, fueron ovacionados por los empresarios.
El hombre fue retirándose a pasitos. Cuando el pueblo lo rechazó en el plebiscito de 1988, se reservó el título de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Cuando terminó su mandato militar que le daba esa Constitución que él mismo se había mandado hacer a la medida, se hizo designar senador vitalicio de la República. Y acaso aún hoy estaría en ese escaño parlamentario, si no hubiera tenido la peregrina idea de viajar a Londres, donde la disposición alerta del juez español Garzón lo hizo detener invocando sus reiteradas violaciones a los derechos humanos.
El mundo aplaudió con júbilo: por fin un dictador de la calaña de Pinochet, en cuyo régimen se hizo desaparecer personas, se torturó, se fusiló indiscriminada y arbitrariamente, se expulsó a decenas de miles de sus trabajos, se provocó el exilio de cientos de miles, podía ser juzgado lejos de la protección de sus camaradas de armas.
La alegría duró poco: el mismo Gobierno chileno democrático, compuesto por quienes habían sido perseguidos por Pinochet, oficiosamente actuó ante las autoridades inglesas para conseguir que al anciano "enfermo y moribundo" se le devolviera a Chile donde sería juzgado.
Cuando pisó territorio nacional en el aeropuerto de Santiago y vio que era recibido con sones marciales por sus compañeros de armas, se levantó cual Lázaro de la silla de ruedas y caminó a abrazar a su sucesor en el mando de comandante en jefe de Santiago. Un periódico ironizó con un genial titular que aludía a un film de moda con la actuación de Sean Penn: "Hombre muerto caminando" (Dead man walking).
Efectivamente se le hicieron variados cargos y la mayoría de ellos están aún en proceso. Un día lo condenaban, otro día lo absolvían, un día tenía buena memoria, otro día olvidaba. Entre tanto, aquellos chilenos que aún preferían ignorar los daños que había hecho tuvieron que convencerse que su ídolo había sido un baluarte contra los comunistas, pero no contra la corrupción: no sólo se exhibieron ante la opinión pública las atroces violaciones a los derechos humanos, sino que se develó una serie de cuentas secretas que lo implicaron en juicios de corrupción.
El dictador tuvo la buena idea de ausentarse de las sesiones del Senado. Pero si algunos de sus secuaces desembocarán a la larga en la cárcel, Pinochet en persona no la conoció: temporadas de arresto domiciliario en su mansión, breves pasantías en el Hospital Militar.Digámoslo claramente, la democracia chilena nunca tuvo fuerza para encerrar a Pinochet. Mejor aún, digámoslo aún un poco más claramente, la democracia chilena nunca quiso encerrar a Pinochet.
Esta ambigüedad es acaso, paradójicamente, la más sublime estrategia de consolidación de una unidad nacional que explica la destacada y celebradísima estabilidad y bienestar del Chile actual.
Hasta el mismo Ejército se distanció de Pinochet, pero Pinochet mismo siguió intangible, intocable, corroído pero soberano.
Sé que muchos políticos que pudieron más e hicieron menos se tragaron píldoras amargas. En su conciencia hay una desazón que no se consuela con las poderosas "razones de Estado". Aquí y allá emiten hoy consignas libertarias con singular retórica, pero éstas no cubren la melancolía de una decisión que no se tuvo.
Es el reino tortuoso de la ambigüedad. Estamos bien, estamos mal. Hicimos mucho, hicimos lo que pudimos. Del corazón para dentro sentimos de una manera, de los dientes para afuera actuamos de otra. En nuestra actual grandeza, hay mucho de pequeñez. En nuestra pequeñez hubo bastante astucia.
Esta ambigüedad hará rechinar los dientes de las autoridades que optarán hoy "por rendirle y no rendirle" simultáneamente honores de comandante en jefe y de ex presidente.
Hoy murió Pinochet. Destrozó la vida de muchas familias chilenas resolviendo, con su brutal golpe, de forma desproporcionada los problemas reales que había en la sociedad en 1973. Su herencia es por tanto más poderosa y sutil que aquel cartelito de la vieja solitaria frente al hospital. Es cierto que Pinochet terminó solo, perdiendo la batalla. En este sentido, hicieron muy buen trabajo los "siñores políticos", hayan leído o no a "Linin".
Y sin embargo, su fuga final de la justicia que no pudimos ni quisimos hacer nos deja comprometidos con la derrota, con la melancolía. En su discurso fúnebre en Julio César, Marco Antonio frente al cadáver del emperador sentencia: "El mal que los hombres hacen sobrevive a su muerte, el bien es enterrado junto a sus huesos". Enterremos a César." (el país)
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