Una reflexión de Colette Capriles sobre las encuestas electorales
"Las encuestas son como las películas de horror: no es que a uno le guste el sangrero pero cuando se empieza a verlas es bastante difícil dejarlas. Una vez que la guerra de los números se enciende, comienza el ir y venir de la interpretación, las cifras fantásticas, las empresas encuestadoras igualmente fantásticas y las voces de los expertos queriendo hablar más duro que sus colegas. El desprevenido lector, a solas con los numeritos, se conforta con ellos imaginando el día de la victoria o se deprime echando el periódico a la basura mientras se convence de que todos están tarifados.
Es cierto que, así como puede verse aparecer de pronto en televisión una serie de cuñas testimoniales que, valiéndose de la retórica médica (y lamentablemente, de verdaderos pacientes) se anotan éxitos y curaciones que seguramente habrían tenido lugar en ausencia de cualquier tratamiento, es posible que algunos de los que hacen predicciones a partir de encuestas sin control de calidad terminen acertando. Pero lo que realmente ocurre en este país es que el costo de equivocarse en este ámbito de la clarividencia electoral es demasiado bajo, con lo que, en cada coyuntura, se multiplican los opinadores sin que, una vez transcurrido el evento electoral, alguien les pase la factura correspondiente a sus errores o malas intenciones. Esas reputaciones no se mancillan nunca, por lo visto, porque siempre se puede atribuir al error muestral o al "voto oculto" las imprudencias interpretativas.
Por supuesto, el lector formado sabrá examinar cualquier serie numérica armado con las preguntas de rigor: la fuente, el tamaño y distribución geográfica de la muestra, las fechas de toma de datos, la formulación de las preguntas, los márgenes de error, la historia previa de aciertos de la empresa encuestadora. Pero ello supone hablar con cierta fluidez el idioma de la estadística, lo que es muy infrecuente. Y también supone cultivar una cierta sensibilidad hermenéutica, si cabe decirlo así, que permita considerar las fuentes de error que pueden convertir a los datos en poco confiables. Por ejemplo, una cifra desproporcionadamente alta de indecisos puede significar que el tema encuestado no está aún metabolizado por la opinión pública, o que la formulación de la pregunta resulta demasiado ambigua, o que el asunto es irrelevante, o que los encuestadores carecían de entrenamiento, o que hay una variable atravesada de la que no se tienen noticias, etcétera. Los expertos en estas lides suelen repetir, tenazmente, que sus cifras no tienen valor predictivo en sí mismas, sino que por el contrario, su único valor es "retrodictivo": muestran la situación tal como era en el momento de auscultar a la opinión (aunque, como la carne es débil, si olfatean a una audiencia complacida, pontificarán acerca de que es, "definitivamente", una tendencia; mientras que ante un público hostil a sus resultados, tal vez se limiten a decir que se trata "apenas" de una tendencia). Esto es evidentemente cierto, pero también lo es que una serie de fotos de momentos distintos indica movimiento. De aquí que el mejor consejo para el aficionado a las encuestas sea el de reunir las de un largo periodo y promediarlas: al menos podrá aplicar un método de balance que lo acercará a los valores centrales de la distribución de los datos y lo protegerá de demasiadas sorpresas. Y a lo mejor acierta.
Pero la pregunta importante es si, durante una campaña electoral, las encuestas pueden afectar realmente la decisión del votante. O más bien la pregunta sería: ¿qué clase de votante se deja influenciar por las encuestas? Tendría que ser un votante muy informado, que las coleccionase primorosamente, y que careciera al mismo tiempo de escrúpulos, "colocando" su voto como en un juego de azar. Y ello, creo, no luce muy consistente con lo que parecen ser los mecanismos de formación de la opinión política entre nosotros, mucho más dependientes de las dinámicas de los grupos de pertenencia, de la naturaleza de las experiencias cercanas, o de las investiduras afectivas, que de las estadísticas.
Esta es la campaña electoral más impredecible de los tiempos contemporáneos, y, a lo largo de estas cortas semanas, ya está dejando lecciones memorables. Una imagen que las resumiría es el episodio del cíclope y Odiseo: el gigante dormido pierde su único ojo a manos de la astucia incansable de unos tipos que lo único que quieren es llegar a su casa y volver a reconocer el olor familiar de la normalidad." (el nacional)
Es cierto que, así como puede verse aparecer de pronto en televisión una serie de cuñas testimoniales que, valiéndose de la retórica médica (y lamentablemente, de verdaderos pacientes) se anotan éxitos y curaciones que seguramente habrían tenido lugar en ausencia de cualquier tratamiento, es posible que algunos de los que hacen predicciones a partir de encuestas sin control de calidad terminen acertando. Pero lo que realmente ocurre en este país es que el costo de equivocarse en este ámbito de la clarividencia electoral es demasiado bajo, con lo que, en cada coyuntura, se multiplican los opinadores sin que, una vez transcurrido el evento electoral, alguien les pase la factura correspondiente a sus errores o malas intenciones. Esas reputaciones no se mancillan nunca, por lo visto, porque siempre se puede atribuir al error muestral o al "voto oculto" las imprudencias interpretativas.
Por supuesto, el lector formado sabrá examinar cualquier serie numérica armado con las preguntas de rigor: la fuente, el tamaño y distribución geográfica de la muestra, las fechas de toma de datos, la formulación de las preguntas, los márgenes de error, la historia previa de aciertos de la empresa encuestadora. Pero ello supone hablar con cierta fluidez el idioma de la estadística, lo que es muy infrecuente. Y también supone cultivar una cierta sensibilidad hermenéutica, si cabe decirlo así, que permita considerar las fuentes de error que pueden convertir a los datos en poco confiables. Por ejemplo, una cifra desproporcionadamente alta de indecisos puede significar que el tema encuestado no está aún metabolizado por la opinión pública, o que la formulación de la pregunta resulta demasiado ambigua, o que el asunto es irrelevante, o que los encuestadores carecían de entrenamiento, o que hay una variable atravesada de la que no se tienen noticias, etcétera. Los expertos en estas lides suelen repetir, tenazmente, que sus cifras no tienen valor predictivo en sí mismas, sino que por el contrario, su único valor es "retrodictivo": muestran la situación tal como era en el momento de auscultar a la opinión (aunque, como la carne es débil, si olfatean a una audiencia complacida, pontificarán acerca de que es, "definitivamente", una tendencia; mientras que ante un público hostil a sus resultados, tal vez se limiten a decir que se trata "apenas" de una tendencia). Esto es evidentemente cierto, pero también lo es que una serie de fotos de momentos distintos indica movimiento. De aquí que el mejor consejo para el aficionado a las encuestas sea el de reunir las de un largo periodo y promediarlas: al menos podrá aplicar un método de balance que lo acercará a los valores centrales de la distribución de los datos y lo protegerá de demasiadas sorpresas. Y a lo mejor acierta.
Pero la pregunta importante es si, durante una campaña electoral, las encuestas pueden afectar realmente la decisión del votante. O más bien la pregunta sería: ¿qué clase de votante se deja influenciar por las encuestas? Tendría que ser un votante muy informado, que las coleccionase primorosamente, y que careciera al mismo tiempo de escrúpulos, "colocando" su voto como en un juego de azar. Y ello, creo, no luce muy consistente con lo que parecen ser los mecanismos de formación de la opinión política entre nosotros, mucho más dependientes de las dinámicas de los grupos de pertenencia, de la naturaleza de las experiencias cercanas, o de las investiduras afectivas, que de las estadísticas.
Esta es la campaña electoral más impredecible de los tiempos contemporáneos, y, a lo largo de estas cortas semanas, ya está dejando lecciones memorables. Una imagen que las resumiría es el episodio del cíclope y Odiseo: el gigante dormido pierde su único ojo a manos de la astucia incansable de unos tipos que lo único que quieren es llegar a su casa y volver a reconocer el olor familiar de la normalidad." (el nacional)
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