lunes, septiembre 08, 2008

Una reflexión interesante sobre el escritor y su rol público en la actualidad (primera parte)

La capacidad de la sala está colmada. El patovica de la puerta no deja pasar a nadie más. Una mujer empuja. Otros, a su vez, la empujan a ella, que no entiende razones. Las personas en la vereda de la avenida Córdoba no estaban frente a la puerta de la última disco de moda, sino a la de la Alianza Francesa de Buenos Aires, minutos antes de que el escritor francés Michel Houellebecq diera su conferencia en diciembre del año pasado.

Lecturas de narrativa, performances poéticas, jams de escritura y una cantidad de festivales literarios abundan en las principales ciudades del mundo. El escritor, asociado a la figura de quien trabaja en un ámbito de intimidad, replegado sobre sí mismo para producir sus obras lejos del ruido exterior, se asoma a la luz de los reflectores, se sube a una tarima y se deja ver y escuchar.

La voz, esa que los lectores modernos se han acostumbrado a interiorizar y reproducir imaginariamente, vuelve a cobrar materialidad sonora y se proyecta hacia afuera. Ya lo dijo la española Rosa Montero: "Los escritores son personas que escriben para esconderse pero cada vez más son obligados a aparecer, hablar, estar en la televisión y en los festivales. Nos convertimos en actores, somos los leones del circo".


Oralidad y escritura

El camino histórico que emprendió la palabra desde su manifestación oral hasta su inscripción en el espacio inmóvil mediante la técnica de la escritura, es a la vez el trayecto de la conciencia del hombre desde un afuera de sí hasta su interiorización.

Los hombres comenzaron a contar historias mucho antes de que éstas llegaran a plasmarse por escrito. Los primeros relatos de los que tenemos noticia –desde el Antiguo Testamento hasta los poemas de Homero– fueron narraciones orales que describían los orígenes y las gestas heroicas de sus pueblos.

Estos relatos, fuertemente vinculados al mito, no escindían la existencia divina de la realidad terrena. Allí los dioses tenían voz y el narrador jamás empleaba la primera persona del singular. Conforme se crea una ley y ésta se pone por escrito, la voz de Dios se apaga. Se convierte en huella. Es susceptible de ser interpretada.

Las tecnologías –y la escritura, como afirma el académico estadounidense Walter Ong en Oralidad y escritura , es una de sus manifestaciones más primarias– "no son sólo recursos externos, sino también transformaciones interiores de la conciencia y mucho más cuando afectan la palabra".

Al historiador francés Roger Chartier, que se encargó de elaborar una minuciosa Historia universal de la lectura , le interesa analizar cómo los distintos modos de procesamiento de la escritura –desde sus formas de producción hasta los de su recepción– fueron modificando, a través de los tiempos, las conciencias sociales.

La tesis que sostiene es que en la época actual, en la que el texto se produce y transmite electrónicamente, nos encontramos frente a una tercera revolución luego de la que se suscitara entre los siglos II y IV cuando el códex reemplazó al rollo de la antigüedad primero y, en segundo lugar, la que sobrevino en el siglo XV con el nacimiento de la imprenta.

Fue a partir de la época moderna, con la aparición de los grandes centros urbanos y la producción en serie de –entre otras cosas, libros– que se produjo el gran salto desde los espacios públicos hacia la esfera de la intimidad. En La muerte de la tragedia, George Steiner rastrea las causas por las cuales la tragedia como género teatral desapareció por completo después de Shakespeare. "La historia de la decadencia del teatro serio es, en parte, la del desarrollo de la novela. El siglo XIX es la época clásica de la impresión, a gran escala y bajo precio, de los folletines y la sala pública de lectura".

El hombre burgués ya no estaba cómodo entre el murmullo de la gente y la cercanía de los otros en las butacas contiguas de un teatro. Si hasta el Renacimiento las representaciones teatrales funcionaron como un gran espejo que reflejaba, siempre de manera defectuosa, el vasto mundo, el nuevo hombre de ciudad contaba con un periódico informativo con el que podía retirarse cómodamente a leer en su propia casa.

El cuarto propio que la narradora británica Virginia Woolf reclamaba para las mujeres que escribían, era aquél que los hombres habían ganado hacía ya tiempo: un lugar silencioso y aislado del ruido frenético, en el que reconcentrarse para escuchar el dictado de su conciencia interior.

La modernidad asiste, por tanto, a un cambio de registro: abandono de la oralidad en virtud de las publicaciones impresas, repliegue del espacio comunitario al ámbito privado, constitución de un nuevo género literario, configuración de la subjetividad. El Yo hace su aparición. Y a medida que la novela evoluciona, más hondo intenta calar en él. (vía clarín)

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