Un comentario literario: sobre Solo quiero que amanezca, de Oscar Marcano
En uno de los relatos, “A los que nunca terminaron nada”, Oscar Marcano sienta las bases de este interesante libro: “todos somos feos de cerca” y “ todos somos un pozo sin fondo”. Lupa en mano, Marcano magnifica lo que observa o incluso lo que hacen sus narradores y el mundo particularmente mezquino que los rodea. Con destreza, Marcano desciende, desciende y desciende en ese pozo donde no hay la promesa de tocar el fondo que permita el rebote, donde el día que se anhela cuando se pronuncia “sólo quiero que amanezca” es simplemente imposible.
El primer grupo de relatos, Mester de Clerecía, son predominantemente instantáneas intensas, como un buen café recargado. La relevancia emocional de estas historias apenas si se contiene de las líneas y realmente se despliega cuando apartamos los ojos del libro y repasamos los suicidios fallidos, las resignaciones masculinas y las dignidades que apenas son excusas para la negligencia y el fracaso.
La segunda parte es de historias más vigorosas, la peripecia se expande, la intensidad reverbera página a página y los minutos después de la lectura son de reacomodo de las piezas del rompecabezas narrativo.
Pero hay temas y asociaciones que nos parecen indispensables más allá de este resumen general de “Sólo quiero que amanezca”. Por ejemplo, el tema del hombre, este individuo en las antípodas del macho latinoamericano charro, mujeriego y bravucón.
Mientras veía las tragedias cotidianas de los personajes de Marcano, mi mente recurrió a un vínculo televisivo: las chicas de la serie de televisión "Sex & the city". Y no hay nada de arbitrario en esto pues el mundo de Carrie, Charlotte, Miranda y Samantha no necesita de los hombres. Ellas los usan como una especie de accesorio para combinar con vestidos, como máquinas sexuales, como sementales; nada que un buen bolso Cavalli, un potente vibrador, una clase de yoga o un amigo homosexual y solidario no puedan complementar. Por eso estos hombres no tienen voz. Hasta que entra Oscar Marcano y, como si quisiera vengar la afrenta, se las presta.
No importa cuán grande la humillación o el fracaso, estos hombres cuentan su historia. Cuentan -y utilizamos el término por el tenor venezolano en el que está escrito el libro- su agüevoneamiento, su cabronería. No se regodean particularmente en esto sino que les basta reconocerlo, aceptarlo y vivirlo. Así en “Goldfish”, así en “Un día sube y lo escuchamos”.
Luego vinieron las relaciones literarias. Releo “Lo que François Villon no dijo cuando bebía” y veo “El sur” de Borges. Pero este Dahlmann -actualizado y sin ambiciones gauchescas- al menos sabe y puede decir con claridad cuáles son “sus guerras” y tiene la posibilidad de pasar de aquellas que no le conciernen. No está dispuesto para nada a pelear en ellas, ni siquiera tiene una idea de qué implicaría su victoria, simplemente lo sabe.
Y para no seguir arruinando y explicando lo que la experiencia lectora por sí misma se basta para ofrecer,quiero hablar de Johnny Lastreto, el protagonista de “Mester de Clerecía”. Lastreto es un Ignatius Reilly –de “La conjura de los necios”- tropical. Lastreto es el Pío Miranda de Cabrujas con un mínimo y pueril impulso a la acción revolucionaria. Lastreto es el absurdo que nos envuelve a los latinoamericanos en cada elección legislativa, municipal o presidencial. Lastreto, a ratos, podemos ser cualquier de nosotros. De allí que se nos vuelva entrañable.
A veces sentimos que hay demasiados ganadores de Grammys, Emmys y Oscars; demasiados campeones jonroneros -con y sin esteroides-; demasiados políticos con abrumador respaldo popular. Y aunque ni criticamos la esencia de esa manifestación ni la envidiamos, me parece que nos aleja de esa realidad que encierra la conciencia del presente: momento a momento de nuestra vida somos, claro está, aquellos que somos, aquello que hicimos, pero también aquello que no pudimos, quisimos o no nos dejaron ser o hacer. Una suma-resta de ambiciones, logros, frustraciones y fracasos.
Todos rodando, como en un paseo nocturno por la Panamericana, hacia la muerte que, por más que intentemos frenar, está allí, silenciosa, esperando, con la paciencia de quien sabe que el encuentro es inevitable. Por eso agradezco los libros que más que la próxima y efímera fórmula de éxito me permiten dialogar con él, leerlo y leerme. Esas historias que me permiten incluso hacerle peticiones, como uno de estos personajes cuando le dice a su poca agraciada amante mientras se prepara para "hundirse en su bosque" casi suplica: hazme olvidar.
Salud, Oscar
El primer grupo de relatos, Mester de Clerecía, son predominantemente instantáneas intensas, como un buen café recargado. La relevancia emocional de estas historias apenas si se contiene de las líneas y realmente se despliega cuando apartamos los ojos del libro y repasamos los suicidios fallidos, las resignaciones masculinas y las dignidades que apenas son excusas para la negligencia y el fracaso.
La segunda parte es de historias más vigorosas, la peripecia se expande, la intensidad reverbera página a página y los minutos después de la lectura son de reacomodo de las piezas del rompecabezas narrativo.
Pero hay temas y asociaciones que nos parecen indispensables más allá de este resumen general de “Sólo quiero que amanezca”. Por ejemplo, el tema del hombre, este individuo en las antípodas del macho latinoamericano charro, mujeriego y bravucón.
Mientras veía las tragedias cotidianas de los personajes de Marcano, mi mente recurrió a un vínculo televisivo: las chicas de la serie de televisión "Sex & the city". Y no hay nada de arbitrario en esto pues el mundo de Carrie, Charlotte, Miranda y Samantha no necesita de los hombres. Ellas los usan como una especie de accesorio para combinar con vestidos, como máquinas sexuales, como sementales; nada que un buen bolso Cavalli, un potente vibrador, una clase de yoga o un amigo homosexual y solidario no puedan complementar. Por eso estos hombres no tienen voz. Hasta que entra Oscar Marcano y, como si quisiera vengar la afrenta, se las presta.
No importa cuán grande la humillación o el fracaso, estos hombres cuentan su historia. Cuentan -y utilizamos el término por el tenor venezolano en el que está escrito el libro- su agüevoneamiento, su cabronería. No se regodean particularmente en esto sino que les basta reconocerlo, aceptarlo y vivirlo. Así en “Goldfish”, así en “Un día sube y lo escuchamos”.
Luego vinieron las relaciones literarias. Releo “Lo que François Villon no dijo cuando bebía” y veo “El sur” de Borges. Pero este Dahlmann -actualizado y sin ambiciones gauchescas- al menos sabe y puede decir con claridad cuáles son “sus guerras” y tiene la posibilidad de pasar de aquellas que no le conciernen. No está dispuesto para nada a pelear en ellas, ni siquiera tiene una idea de qué implicaría su victoria, simplemente lo sabe.
Y para no seguir arruinando y explicando lo que la experiencia lectora por sí misma se basta para ofrecer,quiero hablar de Johnny Lastreto, el protagonista de “Mester de Clerecía”. Lastreto es un Ignatius Reilly –de “La conjura de los necios”- tropical. Lastreto es el Pío Miranda de Cabrujas con un mínimo y pueril impulso a la acción revolucionaria. Lastreto es el absurdo que nos envuelve a los latinoamericanos en cada elección legislativa, municipal o presidencial. Lastreto, a ratos, podemos ser cualquier de nosotros. De allí que se nos vuelva entrañable.
A veces sentimos que hay demasiados ganadores de Grammys, Emmys y Oscars; demasiados campeones jonroneros -con y sin esteroides-; demasiados políticos con abrumador respaldo popular. Y aunque ni criticamos la esencia de esa manifestación ni la envidiamos, me parece que nos aleja de esa realidad que encierra la conciencia del presente: momento a momento de nuestra vida somos, claro está, aquellos que somos, aquello que hicimos, pero también aquello que no pudimos, quisimos o no nos dejaron ser o hacer. Una suma-resta de ambiciones, logros, frustraciones y fracasos.
Todos rodando, como en un paseo nocturno por la Panamericana, hacia la muerte que, por más que intentemos frenar, está allí, silenciosa, esperando, con la paciencia de quien sabe que el encuentro es inevitable. Por eso agradezco los libros que más que la próxima y efímera fórmula de éxito me permiten dialogar con él, leerlo y leerme. Esas historias que me permiten incluso hacerle peticiones, como uno de estos personajes cuando le dice a su poca agraciada amante mientras se prepara para "hundirse en su bosque" casi suplica: hazme olvidar.
Salud, Oscar
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