Un perfil literario de Renato Rodríguez, Premio Nacional de Literatura 2006 de Venezuela
"¿Recuerda su primer contacto con la literatura?
Siempre he leído de todo, muchos autores europeos, latinoamericanos y americanos. Recuerdo a los franceses, como Dumas, con Los Tres Mosqueteros. Pero cuando era un niño mi abuela me sentaba en sus piernas y me leía. Me leyó Los episodios nacionales de Pérez Galdós y algunas cosas de El Quijote. Ella se llamaba Victoria y era una lectora impenitente, en realidad era mi madrina, pero como mis abuelas naturales murieron yo la nombro como mi abuela; era cómico porque fui un lector antes de aprender a leer. A mí me leían. De hecho, recuerdo que luego comenzaron a regañarme, porque leía mucho.
¿En que momento sintió la necesidad de expresarse escribiendo?
Siempre hubo indicios. Mientras estudié en Los Teques, sentí el llamado de Dios y pensé que me iba a dedicar al sacerdocio. Me sumergí en lo que San Juan de la Cruz llamó "la noche oscura del alma", y comencé con una rezadera y comulgaba a diario. Finalmente, al hablar con el padre Ojeda, que era el superior, y contarle mi problema, se rió de mí diciéndome que si estaba loco, que no tenía madera para eso. Como estaba tan mal, tan confundido, le dije que para mí ya no había nada. Y él fue el primero en decirme que tenía que dedicarme a escribir, porque ese era mi oficio. Eso lo recuerdo muy especialmente.
¿Recuerda esos primeros intentos?
Empecé a escribir propiamente en Chile, porque tenía un amigo que me volvía loco diciéndome que debía ser escritor. Resulta que una noche andábamos caminando por las calles de Santiago y él me dijo: `Ya tú estás listo, vete a tu casa y ponte a escribir’. Como autómata me fui a mi cuartico alquilado y me pasé el resto de la noche escribiendo una historia, que resultó muy mala, era de prostitutas y burdeles, algo muy inmaduro y común.
¿Cómo fue su encuentro con el novelista peruano Julio Ramón Ribeyro?
Nosotros tuvimos una gran amistad que me marcó mucho. Desde que nos conocimos hicimos buenas migas. Lo recuerdo muy bien, era un tipo no muy alto, como de mi estatura, delgado y de un trato muy afable. Tenía cierto tiempo escribiendo, e incluso le habían publicado. Como yo era un autor inédito, él me tenía mucha estima y siempre me daba consejos. Con nuestras conversaciones aprendí muchísimo, y siempre íbamos a La Contraescarpe donde pasábamos horas hablando de libros, mujeres, y bebiendo vino. En esa misma esquina vivía un pintor peruano de apellido Orellana, al que solíamos despertar tarde en las noches para continuar hablando en su minúsculo taller. Eran otros tiempos donde todos estábamos en París como exiliados, pero se creaba mucho, todo el mundo escribía. Recuerdo que allí conocí también a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique.
¿En ese entonces ya se gestaba Al sur del equanil?
Claro, mientras he vivido, siempre he estado escribiendo. Para mí, la escritura nunca fue un pretexto, siempre fue mi vida y en esa novela condensé mucho de lo que me había pasado. También me encantó vivir en Nueva York, donde me decían rubber legs (piernas de goma), por mi facilidad para el baile. Allí viví en la Pequeña Italia, específicamente en el barrio San Antonio. Tengo muy presente en la memoria el buzón que estaba ubicado en la calle Grant para depositar las contribuciones a la mafia. Todos me tomaban por un italiano más, decían que era napolitano, porque trabajaba en un restaurante donde hacía pizzas, que me quedaban muy bien. En el minúsculo apartamento donde me alojaba poseía un gramófono. Yo miraba a través de un agujero del gramófono y siempre veía a Caruso cantando adentro, de pie.
Siempre he leído de todo, muchos autores europeos, latinoamericanos y americanos. Recuerdo a los franceses, como Dumas, con Los Tres Mosqueteros. Pero cuando era un niño mi abuela me sentaba en sus piernas y me leía. Me leyó Los episodios nacionales de Pérez Galdós y algunas cosas de El Quijote. Ella se llamaba Victoria y era una lectora impenitente, en realidad era mi madrina, pero como mis abuelas naturales murieron yo la nombro como mi abuela; era cómico porque fui un lector antes de aprender a leer. A mí me leían. De hecho, recuerdo que luego comenzaron a regañarme, porque leía mucho.
¿En que momento sintió la necesidad de expresarse escribiendo?
Siempre hubo indicios. Mientras estudié en Los Teques, sentí el llamado de Dios y pensé que me iba a dedicar al sacerdocio. Me sumergí en lo que San Juan de la Cruz llamó "la noche oscura del alma", y comencé con una rezadera y comulgaba a diario. Finalmente, al hablar con el padre Ojeda, que era el superior, y contarle mi problema, se rió de mí diciéndome que si estaba loco, que no tenía madera para eso. Como estaba tan mal, tan confundido, le dije que para mí ya no había nada. Y él fue el primero en decirme que tenía que dedicarme a escribir, porque ese era mi oficio. Eso lo recuerdo muy especialmente.
¿Recuerda esos primeros intentos?
Empecé a escribir propiamente en Chile, porque tenía un amigo que me volvía loco diciéndome que debía ser escritor. Resulta que una noche andábamos caminando por las calles de Santiago y él me dijo: `Ya tú estás listo, vete a tu casa y ponte a escribir’. Como autómata me fui a mi cuartico alquilado y me pasé el resto de la noche escribiendo una historia, que resultó muy mala, era de prostitutas y burdeles, algo muy inmaduro y común.
¿Cómo fue su encuentro con el novelista peruano Julio Ramón Ribeyro?
Nosotros tuvimos una gran amistad que me marcó mucho. Desde que nos conocimos hicimos buenas migas. Lo recuerdo muy bien, era un tipo no muy alto, como de mi estatura, delgado y de un trato muy afable. Tenía cierto tiempo escribiendo, e incluso le habían publicado. Como yo era un autor inédito, él me tenía mucha estima y siempre me daba consejos. Con nuestras conversaciones aprendí muchísimo, y siempre íbamos a La Contraescarpe donde pasábamos horas hablando de libros, mujeres, y bebiendo vino. En esa misma esquina vivía un pintor peruano de apellido Orellana, al que solíamos despertar tarde en las noches para continuar hablando en su minúsculo taller. Eran otros tiempos donde todos estábamos en París como exiliados, pero se creaba mucho, todo el mundo escribía. Recuerdo que allí conocí también a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique.
¿En ese entonces ya se gestaba Al sur del equanil?
Claro, mientras he vivido, siempre he estado escribiendo. Para mí, la escritura nunca fue un pretexto, siempre fue mi vida y en esa novela condensé mucho de lo que me había pasado. También me encantó vivir en Nueva York, donde me decían rubber legs (piernas de goma), por mi facilidad para el baile. Allí viví en la Pequeña Italia, específicamente en el barrio San Antonio. Tengo muy presente en la memoria el buzón que estaba ubicado en la calle Grant para depositar las contribuciones a la mafia. Todos me tomaban por un italiano más, decían que era napolitano, porque trabajaba en un restaurante donde hacía pizzas, que me quedaban muy bien. En el minúsculo apartamento donde me alojaba poseía un gramófono. Yo miraba a través de un agujero del gramófono y siempre veía a Caruso cantando adentro, de pie.
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